Acabo de empezar los primeros ejercicios prácticos del Máster en Fotoperiodismo impartido por la Universidad de las Artes de Londres. La verdad es que resulta interesante que las primeras pruebas que el professorado nos ha encargado tengan que ser en blanco y negro, un género que hasta ahora no había querido tocar nunca. Esta asignatura del Máster es una buena manera de obligarme a interpretar, almenos por una vez, la vida en este sentido, como si estuviéramos en una película rodada a principios del siglo XX. Es, de hecho, una imagen transformada que no corresponde con la realidad. Con mi realidad.
Es cierto. El blanco y negro, cuanto más contrastado y menos tonos de grises tenga, imprime una nota de dramatismo que el color nunca llegará a cazar. Aporta a veces un mensaje més contundente, más duro, más evidente…
Pero, lamentablemente, esta no es la realidad que tenemos. Nuestro entorno está hecho de colores, de millones de colores, que nos permiten entender las primaveras verdes y los otoños marrones, las puestas de sol anaranjadas, los azules del cielo y las noches negras, el rojo intenso de las brasas ardiendo y el amarillo tostado del desierto. Los colores son parte de nuestro mundo, los tenemos dentro del cerebro y en la retina de nuestros ojos. No nos podemos desprender! Sea en el siglo XXI o en plena Edad Media.
Sigo y seguiré trabajando en blanco y negro cuando haga falta, miraré y admiraré los grandes maestros de este estilo y aprenderé todo lo que pueda, pero mucho me temo que mi fotografía seguirá siendo en color, en todo su estallido y diversidad. Porque es así como está configurado mi imaginario.
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