Acogemos a ucranianos que huyen de la guerra e ignoramos a africanos que huyen de la miseria durmiendo en granjas abandonadas
La moral es a menudo juguetona. A veces nos hace tener unas convicciones muy claras sobre un tema, que contradicen a otras que creemos desde mucho antes. Y así somos los humanos, contradictorios. Si no, no seríamos humanos.
Entre las comarcas del Segrià y la Noguera hay, al menos, 200 personas que malviven en granjas abandonadas y antiguos cobertizos. Pasan el invierno lo mejor (o lo peor) que pueden para llegar vivos en verano y tener aspiraciones de volver a ser contratados en la campaña de la recogida de la fruta. Son los temporeros fuera de temporada, aquellos que probablemente no tienen permiso de residencia y no se la quieren jugar. Se pasan los meses de frío aprovechando lo que encuentran, sobreviviendo de la caridad y conviviendo en sitios inhóspitos. Y la sociedad les da la espalda. Conocemos y aceptamos a este colectivo, la mayoría procedente del África subsahariana que huye de las miserias, de la pobreza y del hambre, para ganarse una oportunidad en nuestro país. No se lo impedimos, pero tampoco les echamos una mano gratis.
Todo esto ocurre desde hace muchos años, pero ahora se da en un momento convulso en el que los europeos estamos conociendo el miedo. Ucrania, un país casi vecino, muy conectado con nuestra economía y nuestra cultura, está siendo ultrajada por el ejército ruso. Una ola de solidaridad ha invadido nuestras conciencias, estamos acogiendo a refugiados sin miramientos y la administración está gestionando su integración exprés. Esto está muy bien, pero choca con una doble moral casi de tintes indecentes.
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